Eran otros tiempos y otras
tragedias.
En
casa, nuestra tevé era de catorce pulgadas, de una marca irreconocible y con la
que hacíamos acrobacias con la antena tratando de sintonizar un puñado de
sueños que nos sacaran de esa infancia con una banda sonora militar.
Los
lunes eran de formación con “distancia” en el patio del colegio y la entonación
de una canción nacional de “dos grandes estrofas” gobernadas por la mirada de
la monja Directora como escaneando la disciplina que traía de su España anti
Republicana.
El
pelo debía estar a raya, jamás bajo el margen de la camisa. Formación en el
patio. Mirábamos la bandera y los compañeros elegidos que debían canonizarla,
como feligreses de una iglesia vacía.
Así
transcurría casi toda la semana, con párrafos completos borrados de los libros
de historia, Con Neruda recluido a “Crepusculario” y el renacer casi obligado
de Gabriela Mistral a quien dedicaron -los gorilas de época- el billete más
valedero de la Casa de Moneda: Las reconocidas “Cinco Lucas”.
Frías
Valenzuela te debía entrar por las buenas y las malas y en Educación Cívica el
profesor de la época, defendía la Constitución del 80 como emblema de la
estabilidad.
Pero
los domingos era otra cosa. Los domingos en la mañana, en medio de tanta
oscuridad, siempre había un puñado de luz. (De las tardes dominicales no voy a
hablar, porque Juan La Rivera hacía de las suyas con programas de baile y otras
hierbas).
Los
domingos en la mañana, en el canal católico aparecía un personaje con una
increíble peluca y bigotes rosados, que ya había visto en la cumbre de unos
cerros de Valparaíso, dibujando de manera alegre, todo lo que viniera, desde
gatos a pájaros extraños en el Canal de Televisión de la Universidad Católica
de Valparaíso.
Este
tipo era alienígena, cercano al histórico Pujillay de Valparaíso y que se hizo
famoso por sus dibujos en una fase final del “Cuanto Vale El Show”, cuando
obtiene el segundo lugar. De ahí todo fue conocer el mundo con un atril en mano
y un par de plumones y nosotros quedábamos maravillados.
Junto
al rosado personaje, desfilaba un pájaro mezcla de avestruz y pajarraco con
plumas pegadas al amparo de la cola o el engrudo que se hacía entender con un
idioma como para despistar el espionaje de la época. Nadie entendía nada, pero
ahí estaba su gracia.
Finalmente,
párrafo aparte, merecía el otro compañero de programa que no era otro que el “Tío
Valentín”. Aquel no era más ni menos que Valentín Trujillo, notable pianista
cercano al Big Band y al gran concepto de orquestas de mediados del siglo XX,
que gracias o (des)graciadamente por su participación en “Sábados Gigantes”, había
pasado colado de la censura de las botas militares, al ser inevitable el
recuerdo de su participación en “Pin Pon” y su colaboración en discos del
entrañable sello DISCAP de la Unidad Popular. Allí este director de orquesta y profesor
de música se soltaba a todo dar y lo veíamos correr en la faceta más rotunda
del humor, con su buzo plomo y sus zapatillas blancas.
Este
era el mundo del “Profesor Rossa”. Aún recuerdo las escenografías de cartulina
que concluían con un mega dibujo al finalizar el programa y las respuestas a
cuestiones tan elementales como la cantidad de ojos que tenía una mosca o
cuánto vivía en promedio un cóndor o cómo se llamaba tal o cual sapito.
En
la otra orilla del domingo infantil estaba “Cachureos” emitido por el canal
estatal controlado abiertamente por los milicos. Sin embargo acá no había nada
que controlar, puesto que todo era un descontrol total. Una borrachera de
cabros chicos junto a los jugos Yupi. Una enjundia de griteríos y mocosos en
vivo levantando sus globitos flauta, esperando la arenga del conductor y
creador del programa: Un adicto al régimen castrense y cantante frustrado, que
crea este mini imperio: “El tío Marcelo”. Este personaje, pertenecía a los
jóvenes dorados que subieron el cerro Chacarillas, antorcha en mano, y
homenajearon al gorila, cual hitlerjugend y que después posó piola unos segundos en la franja del “Sí”.
El espacio infantil, reitero, era un verdadero hervidero de mocosos
participando de concursos y gincanas donde al final te ganabas unas golosinas.
Acá no se aprendía nada, era todo frenesí, todo sexo sin
condón, y la voz insoportable del Tío Marcelo doblando sus propias canciones y
jugando con el Señor Lápiz, el Gato Juanito, Epidemia, La mosca, Chancho Man y
cuánto otro pasara por la mente de este rubiecillo que paradójicamente llegó a
tribunales y a demandas cruzadas por los derechos de autor de sus “obras musicales”
y sus títeres gigantes que eran seres humanos bajo el trajecillo de esponja.
Mientras tanto, afuera no teníamos revistas,
nos conformábamos con la literatura dirigida de la revista Ercilla, donde de
repente pasaba algún autor ruso que esquivaba la censura de las botas. Ni Cubanos
ni nada Eslavo. Sólo los tuvimos al alcance de la mano en librerías usadas por
el sello Nascimento que educó a las nuevas generaciones en la clandestinidad.
Las tareas escolares estaban a cargo de “Icarito”y las láminas que encontrábamos
en la Feria.
En
ese contexto, el mundo del “Profesor Rossa” era una pequeña luz, un alfiler en
medio de una cruda madeja social que herviría pronto. Esperábamos el “Profesor
Rosa” en medio del aislamiento, porque sólo éramos cordillera y mar, un par de
diarios oficialistas y nada, absolutamente nada de lo que pudiera devenir en el
mundo.
Pasan
los años. Y en el inevitable café de la tarde hoy me llegan videos de esa época,
videos del “Mundo del Profesor Rossa” (así, con dos “eses”) e invariablemente
se me vienen tantas imágenes de un tiempo tan restrictivo, tan amarrado como
los viejos botes al muelle y que con nuestra niñez no podíamos lanzar.
El
mundo tiene vueltas, la vida tiene giros más inesperados que esas olas del mar
que me dejaron tendido con la barriga al sol. Nuestro querido “Profesor Rossa”
ha devenido en humorista de tono adulto, calzón en mano, chuchada en mano,
vulgaridad a toda costa, como digno animador de una quinta de recreo, que el
rey del mal gusto, un fulano de un programa de trasnoche se ha empeñado en
construir para mi querido Chile.
Ya no hay peluca rosada, sino toda la calaña
de chiquillas en paños menores ofreciendo sus senos rellenos a una
teleaudiencia ganosa y ardiente, que por la pantalla chica cubre sus más
horrendas frustraciones. La sexualidad más básica que se encamina a matar
nuestra infancia en dos, como la ronda de perros en torno al celo permanente.
Ya
no hay plumones dibujando los pájaros del porvenir ni la mosca con sus ocho mil
ojos, ni las edades del cóndor, ni las capacidades del cocodrilo. Nuestro profesor
se ha reinventado en torno a la carcajada babosa de los que hicieron de mi país
una bandera ordinaria y desechable.
Del
“Tío Marcelo”, nada se sabe. Al menos terminó su griterío insoportable y egocéntrico.
Es
cierto que ya no cantamos la canción nacional, formados de mayor a menor, los
días lunes, frente a la sonrisa amarillenta de la monja directora; ni corre la
censura de una época en que nos quisieron dejar enanos; sin embargo, nos fueron
matando los recuerdos por sus propios protagonistas, esos que decidieron apagar
la luz, cerrar el telón, sacarse el maquillaje para siempre y pasar a la otra
orilla del río, esa de donde no se vuelve, donde otra vez se vuelven a amarrar
los botes de ese Chile que fue mío y que hace rato dejamos partir.