Probablemente haya perdido toda fe, a esta altura del partido, sobre los concursos literarios.
Participé en ellos en mis mejores años de juventud y de hecho obtuve reconocimiento en el extranjero cuando aún me encontraba en la enseñanza secundaria, pero poco a poco fue variando mi percepción de la situación, probablemente, por la pérdida paulatina de la inocencia.
Ya no participo en ellos, al menos en mi país. Corro esa suerte de la fobia por el compadrazgo mal sano y enfermizo por sobre el mérito claro que puede tener una pluma que hace vivir una palabra.
La situación es más o menos clara. Con frecuencia me entero, dada la frecuencia del chisme literario, que tal o cual, ganador, curiosamente tiene algún grado de parentesco con algunos de los integrantes del jurado o en los casos más graves, han sido sus alumnos en talleres literarios o han posado gratamente en las faldas del amor por algunos pasajes de su vida.
No hay mucho que hacer al respecto, los géneros del devenir humano están llenos de estos "accidentes". La política, en sus niveles más animales, como lo es hoy día, donde el poder se ha hecho la mejor forma de perpetuar la riqueza por generaciones de grandes y pequeñas familias, hace del compadrazgo la mejor forma de ejercer estas redes visibles e invisibles de rastreros e incompetentes, que nos gobiernan con una autoridad cada vez menos creíble, al servicio de un objetivo que obviamente no somos los ciudadanos, sino que defender las vacaciones pagadas que les damos todos aquellos que mes a mes pagamos tributos.
Entonces la analogía es más o menos la misma, concursos, públicos o privados, que dejan mucho que desear de lo que alguna vez creímos por el mérito. En todo orden de desarrollo humano.
Lo literario es sólo una anécdota, un chiste más de este quiltro país con cara de desarrollo.
Estamos infectados y deteriorados.
Lo mejor es volver a sonreír y escribir para leer poemas a nuestros nietos.
Reciban un abrazo
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