viernes, diciembre 01, 2017

CARTA ABIERTA A ALEJANDRO GUILLIER

CARTA ABIERTA A ALEJANDRO GUILLIER


Cuesta asimilarlo. Siempre cuesta asimilar el amor, me entiende?
Cuesta encontramos en esa esquina cuando- como en Casablanca- Bogart fumando por todos lados: o lo tomas, o simplemente lo dejas.
Yo sé que Ud., mi señor, recién está remando en estos mares más turbulentos que los de Moby Dick, pero somos lo que somos.
Déjeme contarle, que estoy feliz. Abiertamente feliz, porque, después de casi 30 años se ha acabado la transición. Esa dura cachetada de bota y uniforme que perduró mucho más allá de la caída del gorilón y que fue contagiosa. Abiertamente contagiosa, siempre en pro de la “estabilidad” y por qué no decirlo: Nos gustó la vida de ricos y pije suelto y tanta luz y tanto Miami al fin del mundo, casi cayéndose del Cabo de Hornos.
Nos fuimos acostumbrando a esta democracia “Fruna”, llena, repleta de sucedáneos. No era chocolate, pero se veía igual. Los helados nunca volvieron a tener crema y nos fuimos envenenando. Votamos y sobre representamos a la minoría por años,  que el Consejo de Seguridad, que los boinazos, que las leyes de amarre, que el maldito duopolio y los magnates del poder. Y la cosa por arte de magia se fue poniendo peor,  las grandes empresas, sin pudor alguno, enviaban por correo electrónico el contenido que los parlamentarios debían votar en el Congreso; y de repente, el yerno del gorilón, con su empresa robada- o comprada a precio de Súper 8- al Estado, subvencionaba a casi todos los partidos políticos y ahí se les acababan  todos los principios guerrilleros a algunos. Guerrilleros en el patio de su casa, fueron armando La Sierra Maestra en el patio de sus casa.
 Y allí nos acordamos de la primera parte del “Padrino” con esa oferta que nadie, absolutamente nadie se puede resistir.
                En esa secuela nos encontramos, senador, al fin podemos decir que queremos un Chile mirando sin cara de jaguar, sino con cara humana. Un Chile donde la Iglesia esté en el recinto de la fe y sus cruces, que ya no me molestan, pero que no debe decidir por mi cuerpo, mis besos o los suyos.
                Quiero ese Chile, donde la torta de este cumpleaños piñufla llamado mercado, se reparta un poco más. Y no voy a entrar en esos lugares comunes tan politicoides y mal recitados: Que la cola del consultorio, que me levanto a las 05.00 de la mañana, que el Transantiago. Son todas realidades, pero yo sólo quiero que ese Estado, que está allí afuera y que un día nos abrazó como hijos de la patria me devuelva una mano, una sola mano para decir a mis chiquillos, que los impuestos que pago cada mes, en tiempo y forma, sirvan para que ellos tengan la posibilidad de acceder a una Universidad nuestra, de todos nosotros, nuestro mejor patrimonio.
                Sé, muy profundamente, senador, que vamos por el camino sin retorno a un Chile distinto y que nada puede apagar nuestros sueños y que cada día vamos pavimentando, sacándonos el Valium de la Transición, el futuro de un país sin el cuartel ni gorilones al fondo.
                Yo quiero mi vejez leyendo a Cortázar, a Teillier (el poeta, sépase) a  Lihn y a Huidobro, con libros más baratos, porque es un derecho humano. Sin embargo, con este sistema infeliz de pensiones que nos heredaron los de la bota en la espalda, me tirita la sensación de sólo llegar a las canas. Necesito que levante la voz sobre esto.
                Sepa, por último, senador, que no voté por Ud. en la primera vuelta presidencial ni antes lo hice por ninguno de los de su coalición, fuertemente convencido que la Concertación quemaba aceite por todos lados hasta hacernos un país viejo, sin alma.
Sin embargo sé perfectamente lo que debo hacer el 17 de Diciembre de 2017, sin ninguna duda ni existencial ni práctica. Vamos corriendo el cerco poco a poco y ya nada lo detiene.
No quiero ni querré nunca volver a los caminos ripiados de la infancia, sin barandas, donde seguimos siendo un paisaje en blanco y negro más que un país. Ese país de la cocina. Del poder sin balanza, ese país que concibe a Chile como un  negocio seco y que nos dejará secos.
Sin embargo, lo invito a que me diga que aún somos luz y que allá afuera está la esperanza de un Chile con la camiseta del Siglo XXI.
Puede estar tranquilo, pero no satisfecho: Tenemos tareas urgentes. Yo y todos los míos sabemos en qué orilla del río estaremos el próximo 17 de Diciembre de 2017, sin ninguna duda, lo repito.
 El resto de la carga la debemos armar en el camino de una vez por todas.
No hay vuelta ni volveremos atrás.   
Atte.
  
                               Santiago Azar
 Poeta, abogado, académico y ciudadano de este bello país.

miércoles, febrero 15, 2017

Apología de la Farmacia


La entiendo.
Probablemente fue la única en su familia en terminar el Cuarto Medio en el liceo con números de la comuna convalidada y recordada por algún santo del cual no conocemos cuál era su santidad. En ese liceo se aburrió  de esa corbata color burdeo y de ese libro abierto en la insignia, cuyo significado y connotación nunca entendió. ( Que frases en latín y que “lux” no sé cuánto). Dada la época, hubiera preferido en la insignia de su liceo de números, algún estandarte militar que brillara al sol superando esa pobreza piojenta de la vuelta a casa en la locomoción colectiva, subiendo por atrás, en la “San Eugenio- Recoleta” que bordeaba el cementerio general donde algún tío- absolutamente innombrable- descansaba en un nicho blanco con letras escritas a pincel en negro y del cual nadie hablaba en casa, porque ese upeliento y rojizo estaba bien muerto.
Odiaba ser pobre y su rabia era contra su destino cruel y pasado a marraqueta con margarina.
Odiaba esa micro pasada a sobacos obreros en la vuelta de la tarde, en medio de esos varones erguidos entre martillos, piñén y polvo de la construcción. Odiaba toda esa manga de calcamonías ordinarias que el chofer había colocado para decorar su espacio vital, entre monas piluchas, lápices y  la “clásica”: “Por favor sin aceite, no”.
Odiaba-largamente- los rasgos del negro indoamericano- del propio conductor. Su anillo cuadrado en la mano derecha. Su camisa a medio abotonar con una ponchera asfixiando los botones de ajuste, todo lo anterior con varios pelos en el pecho, entrecanos y a medio sudar. Ella había optado por la decencia,  camuflando en su teñido oxigenado de mediados de los 90, en la nueva peluquería pirula del mol.
Siempre sintió, a punta de “Chile, Chile lindo, lindo como un sol”, que éramos distintos y que en este país todo- con un poco de orden- se podía cambiar.
Y pudo. Su almacén a poco andar fue un minimarket que incluso vendía Gas Licuado, parafina y artículos escolares. Y vinieron las joyas. Y ya no fueron sólo las de plata con oro. Y Pronto vendía “seguros” y paralelamente “Herbalife” porque el sueño gringo americano estaba ahí, al alcance de la mano. Y pronto, recolectó todas las lucas ganadas de un paraguazo y con la ayuda de su amigo tinterillo colocó una financiera y comenzó a administrar esos billetes rancios de otros que, como ella, que venían del alumbrado público de 40 watts y del kiosko en la esquina y la mortadela ajamonada, querían tocar todas las estrellas del cielo.
 Y superó la pulgas y chinches en el colchón de lana que se doblaba al medio y que había heredado de su abuela. Superó la chomba que siempre le quedó grande y que sólo podía remangarse ya que su hermana- adicta a los “Super 8”- le llevaba un par de tallas de gordura. Y entre lagrimones y emoción de las 15.00 horas en la tele, superó ese fastidio de los paraderos y accedió al auto del año de una casa automotriz asiática de difícil pronunciación. Maleta en el techo y sensor de retroceso. Y ya fue todo bilingüe y en el equipo de sonido de su vehículo, nunca más se escuchó a Julio Iglesias.
Y vinieron las vacaciones, y se dio el lujo de dejar propina de más de un 10% al perico que le llevó las maletas al hotel cuatro estrellas en el caribe. Otro negro. Un lava baños, pero qué más da. Ella no era como él. Ella le doblaba la mano al destino. Y fuimos luz en esta parte del continente. Y su madre dejó de ser servidumbre. Y ya no cocinó ni lavó ropa para nadie, que para eso están estos mugrientos. Que se jodan carajo!. Total vienen de países pobres y acá no seremos el paraíso, pero estamos cerquita. A sólo tres cuotas, “precio contado”. Mugriento de mierda. Vete a tu país!. Que limpiar baños también lo puede hacer un chileno, que como yo, pueda torcer la mano al destino, a punta de esfuerzo, a punta de abrir las ventanas, para no sentir jamás el halo obrero de la pobreza que sale de los sobacos en la micro que se paseaba por el centro a eso de las siete de la tarde.
Usted ahora me atiende que para eso le pago. Y con lo que le sobra, mande billetes a sus críos que dejó en esos países negros. Coneja de porquería!. Mire que tener tanto cabro chico. Y por último, arregle la instalación eléctrica del cité que en cualquier incendio “nuestros” bomberos- tan gentiles ellos- tendrán que apagarle el fuego a un extranjero, siendo que el agua es sólo para los connacionales. Le recomiendo que pare de tener críos y de pasada dígale al cabrón ése, al negro ése, a su marido, que trabaje. Que de una vez por todas me corte el pasto.
Chilenita.

Juramos entenderle.

miércoles, enero 25, 2017

El Supertanker y el merecido baño de humildad

Nos creímos el cuento.
Estúpidamente creímos el discurso de los “reyes del barrio” allá por mediados de los noventa, fruto del precio de nuestra mayor conquista nacionalizada: El Cobre.
Empezamos a mirar por debajo del hombro a los vecinos del  continente, porque en Chile habían 50 marcas de vehículos o celulares a granel o internet para casi todos a un bajo costo. Nos llenamos de televisores de última generación al mismo precio que en Miami y nos dimos el lujo de ser los xenófobos de la Pobla, tiñéndonos el pelo de un rucio oxigenado, ocultando esa raíz del sur de Chile profundo, esa de la pala y la bota en el barro. El mall fue el nuevo paseo del fin de semana y las farmacias dejaron de ser farmacias y en ellas podías encontrar hasta útiles escolares. El populacho chilensis hizo nata con frases como el “after office”; el “happy hour”, y de un plumazo nos llenamos de música medio centroamericana de la peor factura.  
Feizbuk  se llenó de fotos de hijos y sus nuevos dientes, porque podíamos llevarlos al dentista. Se multiplicaron las fotillos  de vacaciones en los lugares más recónditos, restaurantes encopetados y nuevos conceptos ridículos como el “restobar” que debían aparecer en nuestro perfil,  como para decirle al vecino mugriento. “El chileno, sí… puede”.
Nos plagamos de fiestas ajenas. Árboles con nieve en navidad. Que el baby chagüer, que el jelogüín y las máscaritas, inclusive algunos más contaminados, han empezado a celebrar “el Día de acción de gracias”, no sabiendo a quién agradecer un carajo. 
Nos creímos el cuento, bautizado con ese  apelativo rasca de “jaguares” o “Tigres de la Malasya”. No obstante, está más o menos claro que nunca nos dio más que para ser gatos. Pulguientos y deslavados en la madrugada de Agosto.
Ahora bien. El dueño de la pelota, el gordo rico del barrio, ha iniciado de la peor manera el 2017, con otra catástrofe mundial nivel superlativo: Los incendios forestales.
La delgada faja, con su también oscura industria forestal nacional que ha esterilizado el suelo chilensis con sus pinos ajenos y eucaliptus fruto del Decreto Ley 701 que data de la más cruda época del gorila allá por el año 74, arde. Arde hasta tal punto, que Chile central es una gran masa de humo y cenizas que nos golpean la cara como cachetadas imaginarias. Todos los voluntarios posibles están en terreno apagando el fuego del demonio que se consume los campos chilenos y sus casas. Todo acá es voluntariado. Bomberos y Brigadistas que apagan incendios por una remuneración que juega con el chiste. En modo chilensis, las tareas más nobles, siempre deben ser “voluntarias” y deben ampararse en colectas nacionales, rifas, completadas y todo ingenio posible que desligue al Estado de sus tareas más elementales.       
                El “jaguar” no ha podido controlar sus propios fuegos. Y ya no es Bolivia y el Mar. Ni Evo y su rock n’ roll permanente. Nos quemamos, señores. Y Nada puede hacer el último modelo de su hayfon, ni el led (inteligente), ni las zapatillas naik que son las mismas que se ocupan en Nueva York, ni el autito que viene con blutuzz. Ni inclusive el más moderno submarino de nuestra flota con sus marinos cochinos que viven en un celo permanente fotografiando y filmando a sus compañeras de abordaje. El nuevo rico del barrio se quema, ante la atónica mirada de nuestras autoridades que diseñan planes mágicos, en la más notable de las baticuevas denominada Onemi.
                Otra vez, como siempre, los esfuerzos del jaguar y sus gobernantes son tardíos y medio en penumbras. El fuego golpea al mentón de nuestras autoridades y otra vez asistimos al carnaval de la colecta para hacer frente a un demonio.    
                En la otra orilla, en ese mundo privado, en este país privatizado de desierto a mar, hay algunas luces que nos tratan de traer ese trago de humildad que dejamos en el último guazap que enviamos con copia al primer mundo: Se ofrece a Chile el avión Cisterna más grande del mundo, el supertanker gringo, fruto de una tendida de mano de una chilena  anónima casada con un mega magnate de bajo perfil de Gringolandia. El costo es de dos palos verdes, más el transporte, el combustible y los derechos a loza en Pudahuel, que la chiquilla y su marido costean y ofrecen para combatir el fuego satánico en Chile. La primera respuesta de las autoridades es un portazo: El avión no sirve. No llega. El Jaguar no necesita esta ayudita extranjera, ya que nuestros matapiojos y helicópteros que llevan un saquito con agua serán suficientes, más la pala en mano de los voluntarios, para destrozar el infierno en llamas.
                El niño rico del barrio, lleno de tatuajes, no acepta en primer lugar la ayuda y el incendio pasa a descontrolarse con más de 40 focos activos en el centro Sur de Chile. Siguen helicópteros y avionetas sobrevolando la miseria, sin una solución concreta.
Hasta que el jaguar de barro, en su rasquerío piojento y su chaquetería, cede y acepta este generoso aporte, que no es la solución, pero que puede sumar a dar una sonrisa a tantas familias que en medio del humo han querido enterrarse para siempre.
El jaguar, con su corazón de hayfón y led de 60 pulgadas, con sus joyas y carteras traídas del último tour por Europa, baja la cabeza, porque en 200 años de vida independiente, estamos cada vez más vacíos y llenos de chucherías comprados en un “todo a 500”, sin que seamos capaces de resolver nuestros más elementales problemas.
Hoy la soberbia no ha podido con el fuego. Mañana será contra cualquier cosa.
Sólo queda agradecer este esfuerzo privado absolutamente desinteresado y tratar de raptar este avioncito mágico.
El jaguar tiene sarna y siempre fue contagiosa, rasca y ordinaria.        

                 Ojalá el supertanker nos dé un merecido baño de humildad.